lunes, 28 de diciembre de 2015

LA FOTO DE UEHARA

Puedo decir sin rubor que aprendí lo que es el cine en el bar de Julia Reis. El asiático especialmente. El garito lo había heredado de su padre, que lo había heredado de su padre. Y lo aborrecía. Detestaba la rutina de servir copas y echar borrachos  de copa y puro a la calle. Si escuchabas con atención podías oírla, tan morena, asegurar que cuando pudiera se iba a retirar en una autocaravana para vivir en las afueras de Módena. Tal vez para compensar esa fantasía, todos los miércoles a la noche celebraba sesiones clandestinas de cine en el bajo de su local. Para cualquier no iniciado la única pista que podía delatar la cinefilia de Julia era una foto de Misa Uehara, la actriz de ‘La fortaleza escondida’ de Kurosawa.

De los veinte a los veintitrés acudí puntual a esa cita semanal a las que solo algunos privilegiados teníamos acceso. A mí me introdujo Simone, al que metió Sanz que había sido enchufado por José Mateos que, decían, había intentado ser amante de Julia pero no conseguido. Yo también fantaseaba con acostarme con Julia, pero si solo me hubiera regalado la foto de Uehara habría sido feliz.

Después de cumplir los veintitrés empecé a preparar una oposición y me alejé del bar y del cine oriental durante un par de años. Con el futuro asegurado, paseando un día con mi futura mujer por la calle del bar, comprobé que había cambiado de dueño y decoración. Julia ya no estaba y la foto de la actriz japonesa sentada en la posición de loto tampoco. Si trabajar para el Estado no había destruido lo que quedaba de mi adolescencia postergada, aquel cese de negocio lo hizo.

José Mateos apareció ayer en mi trabajo. Necesitaba unos papeles, sellos y firmas para ponerse al día con Hacienda. No lo veía desde los días de alcohol y cine. Quiso invitarme a un café, para ponernos al día. Me confirmó que nunca había estado con Julia, que nunca sabía cómo hablar con ella, siempre esperando un mejor momento. Y cómo se arrepentía. Pero Simone sí. La dejó embarazada, ella había perdido al bebé, tal vez por su edad –¿tan mayor era?- o quizás porque los padres católicos del italiano no veían con buenos ojos a la chica del bar de abajo. El hecho, según Mateos, es que al poco tiempo Julia había clausurado el chiringuito, se había comprado una autocaravana para largarse a Módena, quizás a perseguir su sueño o tal vez por joder un poco a la familia de Simone.


José no había sabido nada más desde la fiesta de cierre que organizó Julia para despedir las noches de cine. Allí, me confesó, estuvo tentado de comprarle la foto de Misa Uehara, también le encantaba. Me hubiera gustado asistir. Esta noche de miércoles todavía me pregunto si hubiera tenido el valor de pedírsela.

jueves, 17 de diciembre de 2015

LA BATALLA DEL FACEL VEGA

Un viejo que suele merodear en el club de jubilados
con aspecto de soldado extranjero
me ha parado en la gasolinera
diciéndome que quería vender su Harley y comprar mi Facel Vega.
Luego ha añadido:
no dejo de pensar en el perro de los Gallimard
                                                                         y te ha guiñado un ojo.



Ya en marcha, en una carretera completamente recta, flanqueada por nogales,
te has desabrochado el cinturón de copiloto,
dando por hecho que voy a ser siempre tu chófer
                                                                         y tú mi amante,
Todavía me cuesta reconocerlo, pero la idea resulta fabulosa
y te he puesto la mano entre las ingles, bajo el vestido,
                            como en un cuento porno de Kima Kubelik.

Me has golpeado en la mano, jugando al principio, enfadada después
Porque, has dicho, algo corre entre los árboles, una sombra nos persigue.
He sacado mis dedos de su escondite y los he relamido
                                                                                        antes de parar en el arcén.
Entre los nogales de nuestro costado sólo se escuchaba el viento
y el Facel Vega al ralentí, en punto muerto, nadie nos persigue aún.
                                                                                       Nada de qué preocuparse.


En marcha otra vez, he descuidado los retrovisores y no he visto llegar la Harley.
Supongo que seguía en venta cuando se ha puesto a nuestra altura.
El viejo extranjero de la gasolinera ha tocado en el cristal,
he bajado la ventanilla y ha gritado sobre la furia de los caballos:
No dejo de pensar en el perro de los Gallimard
                                                     te ha guiñado un ojo
                                                                                     y nos ha rebasado.